martes, 3 de mayo de 2016

Día Mundial del Libro: escriben los alumnos (IV)

¿Cautivo?

Juan Cruz Nardín, 2° “B”

Era 1853, vivíamos en las afueras de mi tan preciado Junín, o como los indios le decían, Tapalqué. Era una finca con alrededor de 20.000 vacas en su totalidad, lo cual había sido una parte de la herencia que me había dejado mi querido padre, ya fallecido, y allí, mi marido y yo habíamos estado viviendo desde que nos casamos en el año posterior a su muerte. Aquí también vale la pena agregar que tuvimos a nuestro querido hijo, de grandes ojos celestes al que llamamos Carlitos, quien nos logró llenar el alma de alegría.

Este campo nos ha dado tantas alegrías, como tristezas. Hemos resistido duras sequías, pérdidas de ganado y hasta malones que venían con la intención de arrasar con el lugar. Hace ya un buen tiempo, los indios lograron llevarse a Carlos, y desde entonces hemos estado buscándolo. Pasamos por los lugares menos pensados, atravesando la majestuosa y deprimente pampa, con una profunda llaga de en nuestro corazón. Teníamos la duda de si lo volveríamos a ver alguna vez.

No habíamos tenido ninguna señal de él durante un largo tiempo, hasta que un soldado, que había estado en los puestos de vigilancia, se enteró de nuestra desgracia. Compadecido con nosotros, nos ayudó en la búsqueda, logrando capturar en la pampa a un muchacho de unos 15 años con ojos azules y cabellos rubios, que había estado husmeando cerca del cuartel. Había un gran porcentaje de probabilidades de que él fuera nuestro hijo, lo que abrió una gran esperanza en nuestro corazón.

El soldado nos llevó con él; tenía un aspecto muy sucio y fuerte; si no fuera por sus ojos celestes y los pelos rubios, podría haber sido un indio más. Logramos reconocerlo por una cicatriz que tenía en el hombro, que se había hecho de pequeño con una espina de algarrobo, pero todavía no sabíamos si él nos había logrado reconocer a nosotros. Para confirmar esto, le insistimos a la gente del cuartel para llevarlo a nuestro hogar, para confirmar que era nuestro hijo y nosotros sus padres. Lo llevamos hasta la puerta de la casa: antes de que cruzara toda la casa hasta llegar a su antigua habitación, algo le brilló en los ojos, tal como si hubiera visto al mismísimo diablo. De inmediato, buscó debajo de su catre un riflecito de madera que le había hecho su padre cuando él era muy chico. Ese fue el momento en que nos reconocimos, llorando y llorando los tres a la par, emocionados por este reencuentro feliz. Era uno de esos momentos, que uno sabe que nunca olvidará.

Él todavía hablaba el español, entonces le pudimos entender muy bien su historia. Dijo algo así: “Le había preguntado al Cacique Pincén, por qué yo era alguien al que la tribu trataba de forma diferente al resto. Me ponían una extraña mirada que me hacía sentir que no pertenecía a ese lugar. Hasta que llegó el momento en el que me dijo que yo no era de ahí, que era un blanco que se había unido a ellos de muy chico. Entonces le pregunté cuál era mi lugar natal, y me respondió que aquí era de donde yo provenía. Y bueno, pues aquí me tienen…”

Pasó varios días con nosotros recordando muchas cosas de su niñez, hasta que decidió dejarnos en claro esto: “Madre, Padre, tengo que decirles algo y necesito que respeten mi decisión. Voy a volver con Pincén, porque es lo que siento como mi destino y es adonde realmente pertenezco. Deben tener en claro que cuando me vaya, no me voy a ir para siempre. Tienen que saber que voy a volver”.

Nos dejó un nudo en la garganta, imposible de desatar, lo cual no nos permitió responderle. Nos abrazó y él también lloró a la par de nosotros, pero lo entendimos y lo dejamos ir.

Desapareció en el monte, junto con su caballo dejándonos esa tristeza tan profunda que ya habíamos experimentado antes. Seguimos preguntándonos: ¿Habrá sido cautivo de sí mismo?

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